Los discípulos de Emaús reconocieron a Jesús al partir el Pan. En aquel gesto, en aquella acción de partir y repartir les reconocieron.
¿A dónde voy? ¿qué ocupa mi corazón? ¿qué son esas cosas que obnubilan mi vida y no me dejan reconocer a Jesús cuando sale a mi encuentro, cuando camina junto a mí?
A Jesús, le vemos, lo conocemos, sabemos tantas cosas de Él, pero no lo reconocemos.
El Espíritu Santo es quien nos ayuda a reconocerlo y poder decir como Maria Magdalena: ¡Rabbuní!, o como Juan: es el Señor!, o como Tomás: Señor mío y Dios mio.
Jesús no resucitó para vengarse, condenar o castigar. Resucitó para dar más misericordia, derramar más amor, dar paz y alegría. En definitiva, para darnos el Espíritu Santo.
Por eso en la misericordia, en el amor benevolente, en la paz y en la alegría, le reconocemos a Él.
¿Quiénes son los otros para ti?
Te conozco, eres María, Pepe, Luis..., conozco a tus padres, tu familia, tu biografía... Y el Espíritu Santo hace que te reconozca como luz, fuego, palabra, perdón, amado, hermano, Hijo de Dios...
Con el Espíritu Santo les reconocemos en toda la creación, el todo que existe, en el ser humano, en el amigo, en ti, en mí.
Que reconozcan en nuestras vidas el gesto de partir el pan, el amor misericordioso, que vivimos en Paz.
Ven Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre; don en tus dones espléndido, luz que penetre las almas; fuente del mayor consuelo... Amén