La mayor libertad
Cuando me siento
más libre es cuando decido. Cuando me decido a amar. Cuando a pesar del enfado,
del cansancio, del dolor, del mal humor, de la mala suerte, de la injusticia, a
pesar de todo, escojo amar, entregarme.
Muchas veces somos
esclavos del momento, de las circunstancias que nos atrapan, nos molestan, y
nos hacen cobardes o indiferentes. Ahí no me siento libre: me siento atrapada,
prisionera. De mis emociones, de mis apetencias, de mis instintos, de todo. Me
siento separada de lo que me hace libre como persona. Alejada de mi voluntad,
de mi capacidad de amar.
Sé que el amor
me da alas. Me libera de esa aparente comodidad que es mi egoísmo y que nos
deja tan vacíos. Y tan oscuros. Porque amar es luz. Es un gusto agridulce. Pues
el primer paso puede costar —y mucho—. Es humildad muchas veces. Pedir perdón
el primero, dar ese paso agigantado. Es ceder y no ceder. Es corregir con
cariño, aunque cueste. Es tener paciencia, ¡santa paciencia!, y dar al otro el
primer trago y el último.
Es observar sin
ser visto, mirar a los ojos, ver la necesidad de los demás antes que la
nuestra. Es ofrecer una sonrisa, aunque casi no nos queden sonrisas
disponibles. Es cancelar un plan para hacer compañía al que lo está pasando
mal, dar cobijo al perdido, tener compasión del abandonado… Y tantas y tantas
cosas más.